Milei, o las 120 jornadas del libertario argentino

Los fascistas somos los únicos verdaderos anarquistas.

Una vez que nos hemos convertido en dueños del estado, la verdadera anarquía es la del poder.

El duque en Saló, o los 120 días de Sodoma (1975)

Pier Paolo Pasolini

Estoy sentado frente a mi computadora hace 3 horas mirando videos de Javier Milei. El espectáculo es casi tan pornográfico como la película de Pasolini de la que me acuerdo enseguida. Mientras lo escucho defender a capa y espada el anarcocapitalismo, entiendo que su vehemencia por decirlo todo es propia de otros populistas que ya conocemos. Pero hay algo nuevo. Algo que no encaja.

Lo escucho exponer ideas con claridad, comentar su vida privada, gritarle a sus interlocutores y prometer la solución a miles de problemas que a mí también me duelen. Cada vez que presenta datos históricos, y da argumentos sólidos para combatir la inflación o la desigualdad, siento con la misma fuerza un impulso esperanzador y una fuerte desconfianza. Cada vez que dice “zurdos de mierda”, siento dolor por lo que se viene, y me convenzo de que esto es más de lo mismo. Después, eleva los argumentos de la discusión, y cita autores del calibre de Hayek. Esa es mi parte favorita: por un segundo, al menos, fantaseo que estamos ante un ilustrado con una biblioteca diferente a la mía. Pero luego trata de boluditas a las panelistas que lo entrevistan, y no puedo evitar pensar que ha llegado el “Bolsonaro argentino”.

Paso por todas esas emociones encontradas mientras lo escucho. Si hay algo que Javier Milei pudo hacer es subirles el volumen a las contradicciones, tanto de la izquierda, como de la derecha argentinas. En mi inbox, a lo largo de los últimos dos años, acumulé amenazas del grupo de energúmenos que lo sigue, y que cree que la solución a los problemas de la Argentina es decirme “gordo trolo” en redes sociales. Hasta hoy, desde mi perspectiva, eran el nuevo grupo de choque fachistoide argentino. Desacreditables por pubertarios, homofóbicos, machistas, y una gran lista de etcéteras. Sin embargo, por primera vez en años, los entiendo. Con un líder carismático tan elocuente, un país atravesando una crisis económica y social desoladora, y un proyecto peronista cada vez más cerca del fracaso, las condiciones están dadas para que esto, que aún no sabemos qué es, se desarrolle de manera veloz, y efectiva. Por todo esto, parece deseable detenernos a pensar.

Argentina, la nueva Saló

¿Por qué mientras escucho a Javier Milei pienso en el clásico monstruoso de Pasolini? Recordémoslo: cuatro fascistas, durante la ocupación nazi en Italia, secuestran a un grupo de jóvenes partisanos e hijos de partisanos para torturarlos física y psicológicamente en juegos donde el sexo tiende a ocupar un lugar principal. Los mantienen encerrados en una mansión “al borde de toda ley”, donde pueden hacer con ellos lo que se les antoje.

El balance salta a la vista: lo que Pasolini señala con su película es que tanto la ausencia de ley, como defienden cierto anarquismo y cierto liberalismo, y el exceso de la misma, pueden decantar en fascismo. Sin marcos de reconocimiento colectivo, el capricho del individuo poderoso puede desplegarse sobre las vidas de los demás, sin que nada le haga de contrapeso.

Pero esta certeza es ignorada por las discursividades libertarias actuales. Javier Milei ha sabido torcer los límites de la discusión, asociando al Estado o a cualquier instancia colectiva a la opresión, y a las maravillas de las potencias individuales como lo propio de “la libertad”. De este modo, se muestran ciegos al hecho de que, en un mundo sólo dominado por la competencia del mercado, “al borde de toda ley”, unos pocos dueños del capital y de la tierra pueden hacer con el resto lo que se les antoje.

Sin embargo, el propio Javier Milei niega esta posibilidad, al sostener que el liberalismo “es el respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo”. Bella definición. No parece actualizarse en sus seguidores, que amenazan “zurdos” en redes sociales con retóricas propias de la última dictadura militar. Estas paradojas no son casuales: responden a los modos en los cuáles, en nuestro país, el liberalismo se ha recepcionado. Por eso parece deseable revisar los fundamentos mismos de la ideología liberal, y el modo en que ésta se abrió camino en nuestro país.

Espero equivocarme, pero creo que el anarcocapitalismo de la nueva cara de la derecha argentina coloca a Javier Milei, como al Duque de Salo, entre el anarquismo y el fascismo.

El fundamento ontológico de lo social

El liberalismo que Javier Milei y sus seguidores pregonan se basa en una afirmación ontológica fundamental: el individuo es el origen y la base de la sociedad. Para constituir el tejido social, es necesario que numerosos individuos se pongan en coordinación. Esta idea atraviesa todo el relato del “contrato social”; esto es, el mito de origen de que la sociedad es resultado de un pacto de los individuos, que voluntariamente deciden ser parte de una comunidad.

De esta forma, se asume en los individuos un conjunto de características que existen en cada uno en tanto seres humanos. Todos somos racionales y libres, y por ende podemos decidir si queremos o no doblegarnos ante las normas de una sociedad. Caso de no querer hacerlo, podemos tomar nuestros petates y retirarnos del tejido social, pues cada uno es el fundamento de la comunidad, y no viceversa.

Ahora bien, lo que se le ha señalado al liberalismo desde una perspectiva crítica es que, al mudar el fundamento de la sociedad al individuo, a sus capacidades racionales y volitivas, falló en ver que esos atributos no son exportables a todos los sujetos. Asumir que en todos habita la misma racionalidad o voluntad, implica desconocer todo tipo de identidad que no se amolde al homo economicus que la doctrina liberal necesita asumir en cada ser humano.  Muestra de ello es que el propio Javier Milei, al ser interpelado sobre si las ideas que defiende sirven “para todo el mundo”, desacreditó la pregunta con sarcasmo: “no, los argentinos somos marcianos”.

Hacer este señalamiento nos permite operar un “giro copernicano” sobre la perspectiva liberal. ¿Y si en lugar de considerar que el individuo es el origen de la sociedad, no invertimos los términos? ¿Qué pasa si comprendemos que es la sociedad la que produce individuos, con determinadas características y limitantes? De esa manera, el tablero se da vuelta, y podemos dar cuenta que la parte no puede ser anterior al todo, sino que el todo es anterior a las partes.

En otras palabras, el liberalismo coloca al principio lo que sólo viene al final. Asume en los inicios de la sociedad un “hombre libre e igual”, el cuál, lo sabemos, necesita aún construirse. La sociedad igualitaria, donde todos tengamos acceso a los mismos derechos y obligaciones es el sueño ilustrado y liberal que jamás pudo realizarse. El liberalismo pudo haber tenido las mejores intenciones para hacerlo, pero sistemáticamente ha obturado los proyectos emancipatorios que postuló. Y esta incapacidad no se debe a accidentes históricos, sino al equívoco ontológico del cuál el liberalismo partió: haber colocado al fundamento último de la sociedad en el individuo, y no viceversa.

El laissez faire y la fobia al Estado

Por los fundamentos ontológicos que desarrollé, el liberalismo tiende a defender un Estado mínimo. Esto no es un punto de partida, sino una consecuencia de las concepciones ontológicas liberales. Si la sociedad es un producto de los individuos, y no viceversa, entonces los liberales van a considerar que el derecho individual de cada uno es el valor último a defender. De este modo, el Estado, en tanto conglomerado colectivo de individuos, es una instancia secundaria, montada sobre el elemento prioritario y fundamental, que es el individuo.

La existencia del Estado se justifica, desde la perspectiva liberal, solamente para garantizar la seguridad de la propiedad privada de los individuos. Para ello dispone de aparatos de seguridad y de justicia. No hay reconocimiento de derechos ni procesos redistributivos a desarrollar, ya que, por las propias bases ontológicas liberales, la igualdad de derechos es un punto de partida. La distribución de la riqueza será algo que se regulará espontáneamente a partir de las capacidades de los individuos. Quien más trabaja, más tiene. Por eso, el Estado debe intervenir lo menos en las virtudes del mercado; de allí su apelación al “anarquismo”. La doctrina del laissez faire (dejar hacer) desarrollada principalmente por corrientes neoliberales, defiende que, si el Estado “no gobierna demasiado”, las sociedades tienden al crecimiento económico. Lo mismo se pudo ver en la crisis generada por la pandemia: el Estado tampoco tiene derecho a coordinar conductas para escudar a la sociedad del peligro de la enfermedad. De esta visión simplista de la ley surgieron posturas como las de comprender los barbijos como “una opresión”, y el rechazo a estos, como un “acto de libertad”.

La confianza que los liberales depositan en el individuo decanta en una fobia al Estado que desconoce el peligro que la acumulación del capital y la tierra implica para las existencias que no accedemos a ellos. Es muy fácil ser liberal cuando uno nace en la cúspide de la sociedad. Poseen el mito de “el derrame” para protegerse de esta objeción: si en una sociedad hay un individuo que ha acumulado más que otros, su riqueza se terminará “derramando” sobre el resto del tejido social. En el esquema liberal no existen fugas de capitales, ni cuentas off-shore, ni precarización laboral.

Pero para quienes no poseemos tierra, y no poseemos capital, se vuelve fundamental defender organismos colectivos de redistribución, si no queremos ser esclavos de aquéllos que sí lo tienen. Una de las paradojas más grandes del liberalismo desmedido y descarnado es que puede acabar por restituir cierto modo de la esclavitud 2.0. Si nadie puede venir a coartar las maravillosas “libertades individuales” de los dueños del mundo, entonces estos pueden imponer las condiciones que se les canten a sus trabajadores. Monotributo, flexibilización laboral, salarios miserables y nulos derechos laborales. El mundo en el que ya estamos, y que sólo parece querer intensificarse.

De este modo, el anarquismo se encuentra paradójicamente con el fascismo, como ya anticipó Pasolini en su clásico repugnante. De hecho, estar al borde de toda ley, en el mundo actual donde el capital y la tierra se encuentran acumulados por unos pocos privilegiados, no puede más que decantar en que todos tengamos que obedecer los caprichos de esos pocos. De esta manera, proponer una alternativa “anarquista” donde el Estado sólo defienda la propiedad privada es, en el estado de cosas dado, una opción que puede decantar en fascismo.

Ver una vaca, y llorar

Esta fobia a la intervención del Estado, en nuestro país, encontró rostros sumamente específicos. En múltiples ocasiones se ha buscado avanzar con la privatización del mundo que el liberalismo defiende. Creo que Javier Milei despierta tanto revuelo en las vidas de izquierda porque el liberalismo, en América Latina, ha estado históricamente asociado a los sectores más privilegiados. Y con esto, no me refiero al individuo exitoso que imagina Javier Milei, que “hace bien algo” y por eso le va bien en el mercado. Me refiero a un grupo aristocrático que, sirviéndose de la colonización, se quedó con la tierra y se constituyó en la oligarquía local que ha sido un agente histórico en los devenires del país.

Esto ha generado cierta contradicción constitutiva de la derecha latinoamericana: es liberal en lo económico, para defender sus intereses de clase, pero conservadora en lo político, para defender sus modos de vida. De ahí se desprenden imágenes contradictorias, que hoy en día resurgen: mientras alzan la bandera de la libertad de mercado, niegan el derecho al aborto. Mientras dicen que la propiedad privada es el valor último a defender, le niegan a los trabajadores la posibilidad de acceder a la tierra. ¿Entonces? ¿Qué liberalismo tenemos ante nosotros?

Aparentemente, eso aún está por verse. Lo que sí es claro es que, como argentinos con memoria, vemos una vaca y lloramos. Ya nos hemos quemado muchas veces. Sabemos que los shocks liberales se realizan por medio de ajustes y represión social. La dictadura militar aún está en la memoria de muchos. Y, sin embargo, nos encontramos con que el propio Javier Milei critica el modelo de la dictadura, no permite ser llamado “Martínez de Hoz”, y dice que él jamás defendería el endeudamiento y la represión estatal, porque justamente… ¡quiere achicar al Estado lo mayor posible!

Por todo esto, pareciera que Milei no puede ser tomado como un capítulo más del liberalismo con olor a rancio que conocemos en nuestras latitudes. Ha oxigenado el pensamiento de derecha, y les ha señalado sus límites incluso a ellos. También viene marcando la cancha sobre los lenguajes políticos para los sectores de izquierda. Queda por verse cómo preparamos nuestra alternativa, para poder disputar los sentidos comunes epocales, y relanzar nuestra alternativa colectiva de re-cosntrucción de los espacios comunes, tan vapuleados por la cultura del individualismo galopante.

Desde la campana liberal, nos quieren hacer creer que el individualismo anarquista equivale a libertad, y el colectivismo del Estado es siempre fascista. Es nuestra tarea señalar el juego de manos que esconde que, sin un encuadre claro de reglas, lo que queda es la ley de la selva, donde el capricho de uno se vuelve la ley de todos, y el anarquismo marida insólitamente con el fascismo.

Espero, por el bien de todos, que Javier Milei me demuestre que estoy equivocado. Aunque lo dudo mucho.

Por: José Ignacio Scasserra

llustración por: Athina